No, no contaré la historia de aquella legendaria señora, cuyo fantasma deambula cerca de ríos o lagos llorando
desgarradoramente buscando a sus hijos. Ni será una historia sobrenatural, todo lo contrario, es tan natural que quisiera fuera cuento.
Pero sí está relacionado con ella, y no por burlarme de lo que vivimos mi compañero y yo, sino porque aquella experiencia, al menos a su servidor, le hizo evocar esa leyenda, a esa mujer y su sufrimiento espeluznante.
Fue un sábado por la mañana, entre las nueve y las diez, ya para salir de mi guardia voluntaria en ambulancia que comencé el viernes anterior por la noche.
Generalmente hacía guardias de doce horas a la semana en Cruz Roja León, concluyendo los sábados por la mañana.
El cabinero (despachador de ambulancias) nos despertó temprano, eran como las ocho. Sí, es raro quien se mantenga despierto toda la
noche esperando servicio, de hecho es rarísimo, en ocho años no supe de alguien. El servicio al que fuimos mi
compañero Francisco Vázquez (Tatanka) y yo, era uno casual, que trasladamos al Hospital General Regional de León, Gto. Ya por salir del
hospital recibimos llamada del cabinero, aparentemente era un servicio de emergencia y justo a esas horas hay cambio de turno, y generalmente eso complica los
servicios. Al parecer no había tripulaciones disponibles y estábamos cerca del evento.
Sabe, no sé, es raro, pero sabíamos que teníamos que movernos más rápido de costumbre, una sensación
extraña nos invadió, y antes de enmudecer, Tatanka me dijo “te bajas y revisas, yo te alcanzo con el el kit
(botiquín)”. Eso no lo hacemos de forma habitual, el paramédico jefe de servicio es el que carga con el kit, y el operador se acerca a apoyar
después de estacionar la ambulancia. Por como lo describió el cabinero, me imaginaba que un albañil
había caído en una casa en construcción. Y con esa imagen me bajé, y con esa imagen corrí.
Al llegar al lugar, me bajé de inmediato, una chica como de diecisiete años nos esperaba llorando, casi sin poder
hablar. -¡Arriba arriba en el baño!- Refería mientras apuntaba hacia el interior de la casa.
Corrí de inmediato, mientras en mi mente confundida entre lo que imaginé y la escena que percibía, contrastaban radicalmente. Mientras
avanzaba “veía” cómo la imagen que construí se caía paso a paso. Pues era una casa común de dos pisos que no estaba en construcción, ni siquiera en reparación. Subí las
escaleras y al llegar al piso superior, estaba otro joven, que igualmente taciturno apuntó hacia el baño. Me dirigí a él, aún con remanentes del albañil que imaginé… nada qué
ver. Al entrar vi a otra chica sobre el suelo bocarriba, solo cubierta por unas toallas, tirada junto al inodoro. Rígida, inmóvil,
con los antebrazos ligeramente hacia arriba. Diecinueve años, y por experiencia y evidencia, sabía que había muerto.
Todavía así me hinqué
a revisarla como es
nuestro procedimiento, revisar su
pulso y su respiración.
No, no respiraba, no
tenía pulso, estaba
muy fría y mostraba
rigidez; según tenía
como dos horas de haber
entrado a bañarse.
Recuerdo aún su aroma,
entre jabón y muerte, que no
pude superar hasta varios días después.
Sin ser criminalista, la lógica y la experiencia
nos hacen, me hicieron recrear de forma
natural lo que sucedió, y más porque también con frecuencia los oficiales de policía
nos preguntan la probable hipótesis del
fallecimiento.
Al no haber división entre la regadera y el
inodoro, imaginé que resbaló, quizá bailó un
poco y en un mal paso, resbaló cayendo y
golpeándose en el occipital (nuca) contra el
filo de la taza. Ese golpe le provocó la convulsión que explicaría la forma de los antebrazos, dañando los nervios respiratorios, llevándola al paro inmediato y silencioso, hasta su
muerte. Al no haber división entre la regadera y el inodoro, imaginé que resbaló, quizá
bailó un poco y en un mal paso, resbaló
cayendo y golpeándose en el occipital
(nuca) contra el filo de la taza.
Ese golpe le provocó la convulsión que explicaría la forma de los antebrazos, dañando
los nervios respiratorios, llevándola al paro
inmediato y silencioso, hasta su muerte.
Tardé menos de un minuto en repararme y
dirigirme a sus familiares, esos jóvenes que
nos recibieron. Ya estaba un policía que
había sido llamado por mi compañero, y les
confirmé lo que no querían escuchar, pero
que ya sabían.
En eso entra la mamá de la joven fallecida,
quien se condujo inmediatamente
hacia el baño. Desde afuera
vimos cómo se hincó para
verla, y entonces… oímos
un grito, oí un grito
como nunca lo había
presenciado.
Al oír el alarido
espeluznante de la
madre al ver su hija
muerta, fue algo que
a los presentes, al
policía, mi compañero
y yo, nos erizó la piel, nudo
en la garganta y ganas de
llorar por la empatía natural
generada. Nos quedamos
inmutables, sin habla… en ese instante
entró ahora el papá, quien reclamándole a
su hija difunta, le cuestionaba por qué
murió. Soltó en llanto también. Me acerqué
para darle confort, pero solo recibí un trato
violento. Fue la señal que marcó nuestra
partida.
Silencio. Al llegar a la base los compañeros
nos recibieron con cierta nostalgia. Si bien
no era la primera vez que enfrentábamos la
muerte, y es algo común en nuestra labor,
pero esa vez, esa ocasión tuvo algo especial,
casi sobrenatural que ya nadie me puede
contar, mucho menos atemorizar con esa
leyenda de la llorona, pues lo vi, lo viví, quizá
no se ahogó, pero se asfixió en un ambiente
relacionado con el agua. Y aunque lo viví, es
muy complicado de describir, porque al
perder un padre, te hace huérfano; al perder
un cónyuge te hace viudo, pero al perder un
hijo, dicen y lo vi, es un dolor indescriptible,
que complejamente es innombrable.